Ela O’Farrill vivía en el noveno piso del edificio de Infanta y
Humboldt ubicado frente a lo que fue el bar Celeste, un sitio al que yo
caracterizaría, más bien, como un café-bar, especie de paradero obligado
al final de la noche para los músicos que, de regreso de sus
actuaciones en los cabarets cercanos por aquel entonces a la barriada de
La Rampa, así como en la multitud de pequeños sitios donde era posible
escuchar cada noche la buena y variada producción musical del momento,
coincidían para reponer fuerzas con un buen sándwich y un café con leche
mientras compartían las impresiones de esa jornada. Fue allí donde
comenzó a aparecer, noche tras noche, una mujer dotada de una poderosa
voz de contralto, que se sentaba a cantar, por ejemplo, una versión al
español de The Man I Love (El hombre que yo amé) dando
muestras de una musicalidad especial cuando intercalaba, entre frase y
frase, unos tarareos equivalentes a los giros instrumentales que van
armando los arreglos orquestales y que funcionan como referencia a la
armonía, elemento muy a tener en cuenta en este tipo de canciones
conectadas con el repertorio de los hoy llamados “standards”
norteamericanos (digamos, con el jazz). Alguien me dijo: “tienes que oír
lo que hace con tu bolero No te empeñes más“. Salí a buscarla.
Ya me habían dicho que Freddy, cuando todavía los músicos no habían
carenado en el Celeste, se sentaba un rato, a partir de las 10, en una
barra que estaba enfrente, en el cuchillo que hacen las calles de
Infanta y San Francisco (¿o Espada?) y una noche, como a eso de las
10:30, me llegué al lugar y me di cuenta de que la tenía delante de mí.
La escena se repitió bastantes veces luego. Estábamos en 1959 —de eso
estoy segura, por la animación y el tráfico en la zona a esas horas y
por la sensación de seguridad en las calles. Tal vez haya podido ocurrir
este episodio a comienzos del 60, a juzgar por la libertad de que yo
misma gozaba, de salir a la calle ya entrada la noche sin que por ello
se originara un conflicto en mi hogar. (Muchas veces me daba cita frente
al St. John’s o el Habana Libre con Elena Burke y Manolo —su marido, dealer
del Casino de este hotel—, quienes por aquellos años eran mis vecinos
muy cercanos, para regresar con ellos al barrio una vez terminadas sus
respectivas actividades, ya bien entrada la madrugada).
Desde que llegué al bar, una barra larga, abierta a la vista de la
calle, identifiqué a aquella mujer gorda, sin otros afeites que no
fueran la pulcritud y la sencillez de su atuendo y un olor suave a
persona limpia. Seria, callada, delante tenía un trago de algo “a la
roca” y una caja de cigarrillos Salem. Me le presenté y su respuesta fue
cantarme mi bolero allí, a voz en cuello. Me aficioné a buscarla, no
sólo por el placer que me producía su interpretación llena de
creatividad donde ni un alpiste de la parte que había puesto yo como
creadora salía lesionado, en letra o música.
Freddy
me inspiraba admiración y respeto. Yo le pedía otra canción, y otra, y
otra, y ella me complacía mientras miraba de reojo hacia la acera de
enfrente. Tan pronto comenzaban a aterrizar los músicos en el Celeste,
ella cruzaba y yo me iba hacia donde pudiera estar Elena para esperar a
que la jornada acabara y regresáramos al barrio en el carro de Manolo,
sabiendo que me perdía la tanda que, con toda seguridad, Freddy estaba
ofreciendo en cualquier mesa del Celeste por el solo placer de saber que
los elogios de quienes la escuchaban no eran cosa de juego: baste decir
que uno de sus más fervientes admiradores era Guillermo Barreto
(Barretico), el más exigente y quisquilloso de cuantos músicos allí se
reunían.
Cada vez que podía hacerlo, me llegaba al bar de Infanta, me sentaba a
su lado y, al poco rato, le pedía que cantara algo. Ella me complacía
y, por supuesto, invariablemente incluía, entre las dos o tres piezas
que cantaba, el bolero mío No te empeñes más —que debió haber
aprendido de la radio o la victrola en su primera y, por aquel entonces,
única versión grabada en la voz de Fernando Álvarez con arreglo
orquestal de Bebo Valdés.
Una de las piezas —siempre las mismas— de este rompecabezas que armo y
desarmo cada vez que viene al caso el tema de Freddy, se refiere a la
noche en que, al filo de las doce, cuando más inspirada se hallaba ella
entonando algo con su poderosa voz, un vecino de los alrededores emitió a
todo meter ese sonido digno de figurar en cualquier crucigrama cuyas
tres letras, metidas entre signos de admiración, resumen el más
despiadado y ordinario cálleselaboca: “¡Sió!”. Ella, sin alterarse,
terminó de cantar la canción, pagó su cuenta y, con la misma, cruzó la
calle y se puso a cantar debajo del poste que estaba en la esquina del
Celeste. Yo me paré a mirarla y me sentí como el ser privilegiado que
presenciaba una escena de esas que sirven de portada a los long-playings; imaginé el suyo, y a ella famosa, y en eso se me fue la mente un buen rato.
Dije “long-playings” y me doy cuenta de que, en esta era de los MP y
los CD, muchas de las personas que no pasen de 40 años no tendrán idea
del significado de ese término. En aquel tiempo, circulaban entre
nosotros tres tipos de discos: uno pequeño con una pieza grabada por
cada lado, que era el que funcionaba en las victrolas de bares, bodegas y
demás establecimientos; uno algo más grande, al que se le decía
“extended play” y la jerga popular identificaba como “extended”, con dos
piezas por cada cara, y uno de doce pulgadas de diámetro que contenía
unas doce piezas repartidas entre ambos lados, que en términos formales
se denominaba “disco de larga duración” y comúnmente aceptábamos, tal
como aparecían sus siglas o su denominación estampada en él, como “long
playing” o, sencillamente, “lon-pléi” y que, a partir de los sesenta,
cuando comenzó a resultar pecaminoso emplear palabras americanas, pasó a
tener una desabrida denominación derivada de la sigla LD, es decir,
“ele-dé” (algo similar le pasó al feeling cuando se le hizo la cirugía plástica que lo enmascaró bajo el término filin).
El “extended” giraba a la velocidad de 45 revoluciones por minuto, de
manera que los cubanos nos referíamos a él como “un disco de 45”
mientras que el más pequeño y el más grande giraban a 33 revoluciones y
nos referíamos a ellos, respectivamente, como “un disco pequeño” o “un
long-playing”.
Pues bien, la imagen de aquella mujer cantando a la luz de un
farolito de la calle Infanta, me hizo soñar con un disco que sólo
existió en mi imaginación, un disco que no estaría regido por las
exigencias de mercado alguno, donde el repertorio de primera que —en
honor a las leyes del contraste— ella había ido configurando
posiblemente (son imaginaciones mías también) bajo la influencia de la
programación radial que escuchaba durante las labores domésticas que le
servían para ganarse la vida. Ese disco —pensaba yo— pasaría a ser el
mejor testimonio de su paso por el arte.
Posiblemente esa necesidad de compartirlo todo para poder degustar
mejor lo bueno (tan preciosamente resumida por Pablito en una de sus
canciones) sea uno de los rasgos que caracterizan a las personas que –al
decir de los más grandes de entonces–tienen o no tienen feeling.
Me dediqué a arrastrar personas sensibles hacia los sitios donde se
encontraba, siempre lista para abrir su voz poderosa y entonar su canto,
quien una vez, respondiendo a mi curiosidad acerca del origen de su
nombre, dijo llamarse Fredelina, Fredelina García (quizás por enmascarar
ese Fredesvinda que luego aparece registrado en diversos escritos y que
me encantaría comprobar si responde o no a su verdadera identidad). El
asombro particular de cada una de las personas que guardó su imagen y
—añadiéndole ingredientes a gusto— fabricó a su antojo, en los años por
venir, una historia propia, ha convertido en una leyenda a quien en vida
fuera Freddy, la cantante.
Alguien me habló luego de un sitio en el edificio —también de Infanta
y Humboldt— que está en diagonal con el Celeste. Era un bar cerrado,
del tipo que llamaban “pullman” y, en una o dos ocasiones me fui con
amigos a buscarla donde siempre para que, cómodamente sentados y sin
molestar a nadie, la conocieran y le dieran ese aliento que todos
necesitamos cuando estamos empezando y no sabemos todavía por dónde
vamos a seguir andando, sobre todo en el caso del intérprete.
Estábamos en 1960 —repito— y todavía esos sitios eran negocios
particulares. Doris de la Torre había acabado de grabar su también único
disco en solitario, donde me dio la alegría de incluir tres canciones
mías. Debe haber sido al calor de ese episodio cuando le conté de Freddy
a Pablo Cano, el gran guitarrista, quien había acompañado a la cantante
en un arreglo insuperable de En la imaginación concebido
especialmente para esa grabación. Cuando nos quedamos solos después que
Pablo la escuchó, me confió una idea que se le había ocurrido: hablar en
el Casino del Hotel Habana Libre para que le dieran la oportunidad de
cantar algo así mismo, sola, como ella cantaba siempre, desde un pequeño
espacio escénico situado a un nivel alto al fondo de la barra, donde se
presentaban algunos números musicales. A lo mejor pasaba algo. Ella
estuvo de acuerdo, nos citamos los tres y, en un carro pequeño que tenía
el músico —tal vez un VW o un Fiat de aquellos que llamábamos
“cotorritas”— nos dirigimos al lugar. Claro, que fue trabajoso que ella
pudiera ubicarse en escena. El ruido y el movimiento del casino ayudaron
a que pasaran inadvertidos aquellos preparativos que, realizados con
toda discreción, hicieron posible que, en un abrir y cerrar de ojos,
nuestra heroína comenzara a cantar su versión al español de The man I love.
Era tal el estruendo que, en las primeras frases me sentí culpable de
haberla puesto en semejante situación. La voz, sin embargo, cubrió el
espacio enorme que ocupaban las mesas; el juego no se detuvo pero el
ruido sí fue tragado por el más aparatoso e impresionante silencio.
Salimos felices, esperanzados, pero nunca se produjo un llamado para
darle a la cantante la oportunidad que ansiábamos. Valió la pena, sin
embargo, esta experiencia irrepetible.
Quise que Bebo Valdés la escuchara. Yo veía en él a la persona que
había dado los primeros impulsos a mis boleros en el disco donde se
lanzó, en grande, a Fernando Álvarez como solista. Bebo, tan amable,
accedió a conocerla y escucharla –sin que mediara petición alguna de que
por ello fuera a conseguirle trabajo. Yo solía darme el gusto de
aparecerme de vez en cuando en los ensayos previos a la actuación de la
orquesta de este músico grande y querido, en el estudio de Radio
Progreso donde actuaban para el público. La noche antes, busqué a
Freddy, le conté y me pidió que pasara a recogerla por su casa a una
hora de la tarde en que nos daría tiempo a bajar por toda la calle 27 y
llegar a la emisora.
Aquí les traigo la foto de la casa, ubicada en la calle J Nº 564 en
El Vedado, algo modificada hoy pero, básicamente, la misma, una de esas
casas divididas para muchas familias aunque, en aquel momento, disponía
de locales muy pequeños donde dormir por el precio de 30 o 40 centavos.
Pensé que ella estaría esperándome a la entrada pero no ocurrió así;
pregunté por ella y me dijeron: “suba y doble a la izquierda y al final
toque”. Así lo hice. Era un piso amplio con divisiones de cartón tabla y
no había ni un alma; sólo los ronquidos que me dieron a entender que
nuestra amiga se había quedado dormida. La llamé y no me contestaba, me
acerqué a la puerta de donde se sentía venir aquella señal, toqué y me
salió, medio asustada, medio dormida, sin peinar. Casi la regañé pues el
tiempo estaba más que justo, me pidió que la esperara y en un dos por
tres la tenía parada ante de mí, fresca como una lechuga, igualita a la
Freddy de por las noches. Bajamos rápido las escaleras, cruzamos y nos
dirigimos como un par de bólidos por todo 27. Claro que no pasó nada.
Mis recuerdos llegan hasta el susto de esa carrera. No sé si pudimos
entrar, si Bebo la llegó a escuchar. La memoria es así.
Creo que el episodio anterior me sacudió de tal manera que sólo atiné
a hacerle el cuento a unos amigos, un par de seres de otro mundo con
quienes me veía varias veces por semana. Ellos quisieron ir a escucharla
y nos citamos para el pullman una de esas noches. Freddy cantó
como nunca (que es como cantaba siempre). Mis amigos, que ya venían
preparados para la emoción, además de impresionados por la forma en que
yo les había descrito la estrechez del sitio donde ella vivía, le
ofrecieron albergue en el modesto apartamento de azotea que compartían
no muy lejos de allí, en la zona alta del Vedado, donde podría hacer uso
del espacio a sus anchas, por más que tuviera que dormir en el
sofá-cama de la sala. Allí no le iba a faltar el alimento, las buenas
condiciones para el aseo y hasta dispondría de una pequeña ayuda
económica todos los días; podría disponer de todo el tiempo necesario
para crear relaciones y continuar su lucha por abrirse paso. Fue grande
la insistencia y muy sincero el ofrecimiento que ella aceptó. No se me
va a olvidar la tarde en que fuimos a buscarla a la calle J en el
carrito de una amiga. Uno de sus anfitriones subió para ayudarla a
cargar sus pertenencias. Cuando ambos bajaron, se nos hizo un nudo en el
corazón. Todo lo material que poseía Freddy cabía en una cajita que
llevó ella misma sobre sus piernas, mientras nos regalaba una sonrisa de
lado a lado.
La vi alejarse con su buena compañía y subir ligerísima las
escaleras. Durante un buen tiempo permaneció en su nuevo hogar. Luego
supe que estuvo albergada en otras casas de amigos y, un buen día, me
enteré de que ya comenzaba a tener oportunidades, que figuraría en el show
del cabaret Capri bajo la dirección artística de Anido, un prestigioso
hombre de espectáculos. Para esa ocasión, mi amiga Ela O’Farrill fue
invitada a componer una pieza que le serviría como tema de presentación a
la cantante. En uno de esos salticos a La Habana con que suele
alegrarnos, le pedí a Ela que me contara con pelos y señales cómo vino
al mundo la hermosa canción que hemos estado disfrutando en el disco
grabado por Freddy así como, más recientemente, en la espléndida versión
de Haila.
Ela me cuenta que yo le había estado insistiendo para que cruzara
cualquier nochecita al Celeste o a los alrededores en busca de la
cantante y se diera gusto apreciando no sólo su timbre sino, a la vez,
su musicalidad tan especial. Dice que ella se reía con mis amenazas de
tirar una piedra desde la calle Humboldt apuntando a su ventana del
noveno piso para obligarla a bajar. El encuentro nunca se produjo. Eran
tiempos en que Ela actuaba en sitios de los alrededores y sus horarios
coincidían con los de las improvisadas presentaciones de nuestra
estrella naciente, así fuera frente por frente a la casa de la
compositora. Pasó algún tiempo y estando ella en una descarga de amigos,
Anido se encontraba presente y sacó a la conversación, a propósito del
proyectado debut de Freddy en la pista del cabaret del Hotel Capri, su
preocupación acerca del tratamiento escénico que requeriría esta
cantante totalmente desconocida, a los efectos de satisfacer al público
que frecuentaba este tipo de espectáculos.
En la reunión se encontraba también un norteamericano —según Anido,
una especie de manager del cabaret o del hotel— quien, en medio de la
conversación y luego de haber escuchado algunas referencias acerca de la
compositora, se le acercó y le propuso crear una canción basada en la
historia (pudiéramos decir, a esas alturas, la ya naciente leyenda) de
aquella mujer. Ela cuenta que, mientras escuchaba a Anido y a este
“señor alto y delgado”, se acordaba de mi ocurrencia. Les dijo que lo
pensaría. Esa noche, de regreso a casa después de su actuación, abrió la
ventana de su cuarto y lo que por ella entró no fue mi piedrecita sino
la idea completa, de principio a fin, de la bella canción que corrió a
anotar, a pulir y perfilar hasta dejarla tal como nos ha llegado. Lo
demás fue conocer a su heroína, enseñarle letra y música, darle la pieza
—posiblemente a Rafael Somavilla, quien debe haber sido el director de
la orquesta que acompañaba el show por aquel entonces— y luego a
Humberto Suárez, arreglista y director musical del disco que, más tarde,
se decidió grabar bajo el sello Puchito, quién sabe si pensando ya en
el viaje próximo de la cantante a México, a juzgar por la inclusión en
él de piezas como Noche de ronda, de Agustín Lara, Bésame mucho, de Consuelo Velázquez y La cita,
de Gabriel Ruiz, enmarcadas en un estilo que no tenía puntos de
contacto con el repertorio habitual de la cantante, mas inclinado a la
canción y el bolero cubanos relacionados con el feeling, así como a versiones de canciones norteamericanas.
Las fechas probables en que ocurre esta parte de la historia pueden
investigarse consultando los periódicos y revistas de la época. Avanzaba
el año 60. A partir de agosto la vida musical se volvió agitada,
interesante, extremadamente viva para quienes éramos tan jóvenes así
como para quienes no lo eran. Mi tiempo se repartía entre algunas
responsabilidades que acepté, mis colaboraciones escribiendo sobre
espectáculos en el periódico Revolución, una moderada vida como
intérprete y una atención creciente al reclamo de figuras que, como
Doris de la Torre y Omara Portuondo, al iniciar por todo lo alto sus
carreras discográficas, incluían en ellas versiones insuperables de
canciones mías. Freddy no se quedó atrás y, para mi gloria, dejó
registrada en la placa que conocemos como el único disco suyo de que
tengamos noticias, ese Tengo que hoy podemos escuchar.
A partir del mes de agosto de 1960 la vida me regaló la oportunidad
de iniciar y llevar hasta lo más hondo una amistad con el compositor
Julio Gutiérrez. Al calor de nuestras labores en la recién creada
Sociedad Cubana de Autores Musicales —él como Presidente y yo figurando,
junto a Ignacio Piñeiro y Sergio Francia, entre los tres
vicepresidentes de la entidad— el año 1961 puso mar por medio entre
nosotros dos cuando el entrañable amigo marchó a México como director
musical y arreglista de una producción de cabaret encabezada por el gran
coreógrafo Rodney, en la cual Freddy figuraba como atracción. Debe
haber sido a finales de febrero o comienzos de marzo de 1961 cuando
alguien puso en mis manos una carta de Julio Gutiérrez, fechada el 19 de
febrero, que he conservado con verdadero celo. En ella se refiere al
estreno exitoso de la producción, la noche anterior así como al proyecto
de suyo y de Freddy de incluir mi canción Tú no sospechas “que a ella y
a mí (sic) me gusta mucho” en un nuevo LP de la cantante que comenzaría
a grabarse a la semana siguiente en aquella ciudad. Fue la última
noticia que tuve acerca de ella. Si el disco se grabó, con qué sello
pudo haber sido, si algunos fragmentos de la grabación yacen en un
almacén de cintas magnetofónicas en México por no haber resultado
interesantes para los discósofos de entonces, es un misterio. Julio no
regresó a Cuba. He leído que Freddy pasó a Puerto Rico y los
diccionarios dicen que murió el 31 de julio de ese mismo año en San
Juan.
La carta venía acompañada de un recorte de prensa con la propaganda
del show a que hace referencia mi amigo. Yo lo despedacé en un arranque
de rabia porque no pude soportar el carácter ofensivo con que se
permitían anunciar a la cantante aludiendo a su peso corporal y no a su
arte.
He estado repasando los comentarios recibidos y no acierto a
localizar uno donde alguien se refiere al poder unificador que tiene la
música cubana. Es curioso que algo casi exacto, casi con las mismas
palabras, afirma Julio Gutiérrez en los primeros párrafos de esa carta
que me ha hecho sentirlo vivo y cercano cada vez que he tenido el valor
de releerla. Dicen que la casualidad no existe. Yo veo las coincidencias
entre lo que afirman el lector y el compositor separadas por medio
siglo y pienso eso mismo que ambos sostienen y añado aquello que Harold
Gramatges no se cansaba de repetir y que lo explica todo: “la música es
un misterio”.
Septiembre-octubre de 2010
Marta Valdés
La Habana